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A continuación, nuestro análisis de El Último, un clásico atemporal, que retrata con crudeza la condición humana.
«Hoy eres tú el primero, admirado por todos, un ministro, un general, quizás incluso un príncipe ¿sabes lo que serás mañana?». Con éstas líneas da inicio Der letzte mann, conocida por este lado del charco como El último. Película dirigida por Friedrich Wilhelm Murnau, estrenada en 1924.
Para 1924 Murnau ya era una de las voces sonantes dentro del cine europeo de la época y concretamente del expresionismo alemán. Luego de Nosferatu, estrenada dos años antes, El último supuso un nuevo triunfo cinematográfico a todos los niveles.
La película adapta el cuento de Nikolái Gógol, «El abrigo», y nos cuenta la historia de un viejo recepcionista del hotel Atlantic, quien se nos presenta como un afable gordinflón con un abultado bigote del cual parece estar muy orgulloso, aunque no tan orgulloso como lo está de su impecable uniforme de trabajo, con el cual entra y sale todos los días de su vecindario, donde es casi reverenciado por sus modestos vecinos que le esperan cada mañana al salir y cada noche al llegar, con entusiasmo y admiración.
El problema se suscita una vez que, producto ya de su avanzada edad, es degradado a limpiar los baños, y reemplazado por un nuevo recepcionista más joven y fuerte. El viejo, desprovisto de su amado y suntuoso abrigo, se ve sumido en la angustia tras haber perdido su categoría, su adorada posición, que tanto le había dado ante los ojos de los demás.
En esta cinta Murnau nos cuenta un cruel relato sobre la humillación, el estatus, la vejez y la dignidad. Una película que devela el lado más crudo y salvaje del alma humana, un drama íntimo que plantea sobre la mesa diversas miradas sobre aquello que nos hace ser lo que somos y el lado más ingrato de la moral; desleal y perversa.
La película destaca por varios motivos. Primero tenemos un guion intachable a cargo de Carl Mayer, un peso pesado dentro de la factoria alemana, ya consagrado luego escribir junto a Hans Janowitz El gabinete del doctor Caligari de Robert Wiene, opera prima del expresionismo alemán y por muchos considerada como la única película realmente expresionista. Luego de Caligari, Mayers fungió como guionista de cabecera de Murnau hasta finales de la década. Un guión escrito a pulso, severo, macizo y estremecedor.
Segundo, técnicamente es un portento, una película adelantada a su tiempo en materia de lenguaje visual y modernas claves narrativas, que favorecen el uso mínimo de intertítulos, todo un triunfo de la etapa silente. Y tercero, y derivado de lo anterior, todo el peso descriptivo gravita en las interpretaciones, gestos, miradas, aunado a los recursos narrativos curiosos de Murnau, planos subjetivos atrevidos, enteramente ingeniosos y creativos para la época, un logro incontestable del cine mudo.
La película además cuenta con la memorable actuación de Emil Jannings en el rol principal, quien dos años más tarde volvería a trabajar con Murnau en Fausto, esta vez encarnando al siniestro Mefistófeles. Por cierto, Jannings no era ningún abuelo, sólo tenía 40 años cuando interpretó al viejo recepcionista del hotel Atlantic y continuó su carrera hasta 1945.
Para mí una de las obras esenciales dentro de la filmografía de Murnau, y una de mis películas favoritas del director junto a Nosferatu (1922), Fausto (1926) y Amanecer (1927).
Lo que sigue contiene spoilers…
La propuesta de Murnau se mueve esencialmente en el concepto de identidad. La iconografía de la película presenta al abrigo como un objeto definitorio de un cierto estatus, con el cual el personaje de Jannings se identifica, a tal punto que cuando es despojado de éste siente que le han quitado el motivo y orgullo de su vida.
La película pone sobre el mantel ciertos cuestionamientos valóricos sobre lo que nos define, ¿qué somos? ¿un uniforme? ¿un rango? Sin su abrigo el personaje de Jannings se siente mutilado, indigno, un don nadie, alguien que al no soportar la vergüenza del qué dirán llega al grado de hurtar el abrigo y así fingir, ante la mirada de los demás, que aún sigue en su trabajo. Una vez revelada la verdad, Murnau nos muestra la cara más feroz y pérfida del alma humana, que no duda en hacer mofa del ídolo caído.
Un concepto que muy inteligentemente sembró con las primeras líneas de la película. Sin embargo, la propuesta de Murnau no sólo cuestiona la integridad de las masas chaqueteras, sino también lo absurdo y pueril que significa definirnos por un empleo, un puesto o estatus social.
Hacia el final de la película Murnau nos entrega un añadido en donde el personaje de Jannings es recompensado con una enorme herencia, haciendo alusión a la profecía bíblica que reza «los últimos serán los primeros», justificando así el nombre que da título a la película.
Este epílogo, que de cierta forma intenta blanquear el tono doloroso y trágico del final original, puede sentirse sobrante, pero Murnau, quizás consciente de esto, se toma la decencia de incluir un intertítulo que nos mantiene con los pies en la tierra, aclarando que estas cosas de finales felices por lo general no ocurren en la vida real.
La película nos ofrece imaginativos recursos de narrativa visual, creativos y muy influyentes en el cine posterior. Sobre todo destacan los planos subjetivos que imprime Murnau a lo largo de toda la cinta. Arriba, de derecha a izquierda, vemos en el primer recuadro el plano de la carta que el personaje de Jannings está leyendo y como en lugar de leer, Murnau plasma en imagenes lo que el personaje imagina mientras va leyendo. En el segundo recuadro vemos como la imagen se empaña, al momento en que lee que la pérdida de su puesto es debido a su edad, emulando las lágrimas que caen en sus lentes. Abajo, de derecha a izquierda, vemos un plano del hotel, gigante e imponente, doblándose y casi aplastando al viejo, y ya en el último recuadro vemos como también incluye el concepto onírico, cuando el personaje de Jannings sueña que levanta un baúl, su archienemigo por antonomasia.
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