Entre sábanas, risas y lágrimas: el reinado del romance cinematográfico entre los 80 y los 2000
Hay épocas en que el cine se rinde sin pudor al amor. Finales de los años 80 y comienzos de los 90 marcaron precisamente uno de esos momentos de clímax emocional colectivo, cuando Hollywood descubrió —o redescubrió— que el romance podía ser tanto una máquina de lágrimas como una fuente inagotable de taquilla. Fue el tiempo en que las películas románticas y las comedias románticas se convirtieron en faros culturales, iluminando la pantalla grande con amores imposibles, diálogos ingeniosos y personajes que se debatían entre la vulnerabilidad y la esperanza. Un tiempo en que la pregunta no era si habría final feliz, sino cuántos kleenex se necesitarían para llegar hasta él.
Cuando Harry conoció a Sally… y a toda una generación
When Harry Met Sally… (1989), dirigida por Rob Reiner y escrita por la agudísima Nora Ephron, es tal vez la piedra angular de este nuevo canon. La película no solo planteó —y jamás resolvió del todo— la vieja pregunta de si hombres y mujeres pueden ser “solo amigos”, sino que ofreció diálogos chispeantes, personajes entrañables y una escena en un restaurante que, a día de hoy, sigue generando carcajadas incómodas y suspiros nostálgicos. La película abrió el camino a una oleada de comedias románticas que encontraron en la conversación inteligente, la neuroticidad funcional y el amor tardío una mina de oro emocional.
Ghost: amor más allá de la tumba
Un año después, en 1990, Ghost llegaría como una bomba emocional con silenciador. Dirigida por Jerry Zucker —sí, uno de los responsables de ¿Dónde está el piloto?, cosas veredes—, la historia de amor entre un hombre asesinado y su pareja viva no solo apostó por el misticismo y la redención, sino que combinó con maestría lo paranormal, el drama romántico y la comedia (gracias a una Whoopi Goldberg en estado de gracia). Ghost enseñó que el amor verdadero podía superar incluso la frontera de la muerte, y dejó en el aire una advertencia implícita: ten cuidado con la cerámica, podría cambiarte la vida.
Mujer Bonita: la Cenicienta con tarjeta platinum
Ese mismo año, Garry Marshall estrenó Pretty Woman (1990), el cuento de hadas de la calle convertido en epopeya millonaria. Julia Roberts, carismática hasta decir basta, encarnó a Vivian Ward, la prostituta con corazón de oro, mientras que Richard Gere jugó el papel de empresario emocionalmente disfuncional con un encanto glacial. Si Ghost jugaba con lo trascendental, Pretty Woman lo hacía con la fantasía social, presentando el amor como un ascensor de clase con botones de seda. El filme no sólo arrasó en taquilla: dictó las reglas del makeover cinematográfico y convirtió el término «escort» en sinónimo de destino romántico.
El legado: comedias románticas como pan caliente
La influencia de estas películas fue inmediata y duradera. A lo largo de los 90 y principios de los 2000, Hollywood exprimió el género con una eficacia quirúrgica. Surgieron decenas de títulos que replicaban sus fórmulas con pequeñas variaciones, como alquimistas sentimentales en busca de la piedra rosa del éxito.
Entre las más destacadas:
Mientras dormías (1995): una historia de amor inconsciente —literalmente— donde Sandra Bullock enamora a una familia entera mientras su “novio” está en coma.
Tienes un e-mail (1998): la era digital da su primer suspiro romántico de la mano de Tom Hanks y Meg Ryan, repitiendo la química de Sintonía de amor (1993).
Un lugar llamado Notting Hill (1999): Julia Roberts regresa, ahora como estrella de cine enamorada de un librero británico, en un giro metatextual que sólo podía escribir Richard Curtis.
El diario de Bridget Jones (2001): la evolución de la heroína romántica llega con Bridget, una mujer encantadoramente disfuncional que bebe, fuma, y lleva un diario tan honesto como brutal.
Por otro lado, City of Angels (1998) recrea la fórmula de Ghost con ángeles en lugar de fantasmas, mientras que Posdata: Te amo (2007) lleva la carta de amor póstuma hasta las últimas consecuencias —emocionales y farmacológicas—.
Tópicos eternos, reformulados con bisturí emocional
Lo que estas películas comparten, más allá de estructuras narrativas y finales felices, es un pulso muy específico con su tiempo. Eran productos del fin de la Guerra Fría, de la consolidación del capitalismo aspiracional, del feminismo pop y de una audiencia que aún creía en la magia —aunque ya comenzaba a ver las costuras.
Las comedias románticas de esta era pusieron a la mujer en el centro, muchas veces neurótica, sí, pero con agencia, humor y una voz propia. Los hombres, por su parte, pasaron de ser príncipes azules a idiotas funcionales redimidos por el amor. Y el amor mismo… ah, ese viejo bribón… se volvió una excusa para hablar del deseo de pertenecer, del miedo a la soledad y de la necesidad, por ridícula que sea, de creer en algo.
Epílogo: ¿y ahora qué?
Hoy, en tiempos de Tinder y “relaciones líquidas”, el género romántico lucha por reinventarse. El cinismo postmoderno, el feminismo contemporáneo y el miedo a la cursilería han dejado al amor en pantalla con menos oxígeno que una pareja encerrada en una cápsula de escape. Sin embargo, esas películas de antaño siguen ahí, como cartas de amor guardadas en un cajón: algo ingenuas, sí, pero auténticas.
Y si algo nos enseñaron Ghost, Mujer Bonita y Cuando Harry conoció a Sally es que, incluso entre clichés y melodrama, el cine romántico es capaz de recordarnos que no hay mayor revolución que mirar a alguien y decirle —con o sin sarcasmo—: “Te amo, aunque no sepa por qué diablos lo hago”.
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