Crítica de Pecadores (2025) de Ryan Coogler: una misa sangrienta que no sabe a qué santo rezarle

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Cuando un director como Ryan Coogler —consagrado por títulos como Estación Fruitvale, Creed y Black Panther— decide embarcarse por primera vez en un proyecto en el que escribe, dirige y produce, la expectativa no es menor: lo que se espera es una obra de autor, algo cuando menos digno de interés. Pecadores se presenta, en este sentido, como su primer sermón personal en el púlpito del cine. Lamentablemente, el resultado es una homilía larga, dispersa, visualmente fascinante pero narrativamente extraviada.

Coogler, que suele rodearse de un elenco ya casi familiar —Michael B. Jordan a la cabeza, siempre dispuesto a entregarse con alma y cuerpo— vuelve a confiar en su musa masculina, esta vez para el ambicioso reto de interpretar a dos hermanos gemelos de carácter diametralmente opuesto. A ellos se suma el primo Sammie (Miles Caton), interpretado con solvencia, aunque con un material que rara vez le da verdadero margen para destacarse. Sin embargo, si Pecadores pretendía ser una suerte de tragedia gótica racial en clave pulp, entonces la apuesta de casting fue, al menos, valiente.

Ahora bien, empecemos por lo que no funciona, que es bastante, y es mejor quitarse la espina de una vez. Pecadores tarda una eternidad en encontrar su norte. Uno siente que ha entrado a un tren nocturno, sin maquinista ni itinerario, con vagones bellamente decorados pero sin saber si el destino último será Transilvania, Texas o Georgia profunda. La premisa no se vislumbra con claridad hasta que el reloj marca los 40 minutos. Y, para quienes no estamos en un retiro espiritual, eso es pedir demasiada paciencia. La acción no se deja ver sino pasados los 80 minutos, momento en que uno ya ha considerado ir por un café… o dos.

Narrativamente, la película se alimenta sin pudor de fuentes tan evidentes como Abierto hasta el amanecer, La generación perdida o Near Dark, incluso Arde Mississippi (en su parte más dramática), sin lograr metabolizar estas influencias en una propuesta auténtica y bien unificada. Lo que tenemos es un cóctel sin agitar, servido tibio, y con trozos de hielo que no se terminan de disolver. Pasando la segunda mitad de película el ritmo se torna irregular: sube, baja, se detiene a mirar el paisaje, se toma un respiro… y así sucesivamente. Hay picos de energía seguidos de valles narrativos demasiado suficientemente prolongados, aún habiendo empezado ya la «acción».

Y hablando de vampiros: si bien se presentan como la amenaza sobrenatural central, pronto quedan relegados a un rol de caricatura. El clímax, con estos seres de la noche pereciendo todos al salir el sol —como si hubieran olvidado ponerse protector solar factor 1000—, roza lo cómico. ¿En serio pasamos dos horas para llegar a esto? Ni siquiera los villanos del KKK, cuya presencia ofrece una carga simbólica potente, logran establecerse como antagonistas sólidos (que aparecen sólo al principio y al final), y no se elige con claridad quién es su verdadero demonio: ¿los vampiros? ¿los racistas? ¿el guion?

A esto se suma una plétora de personajes secundarios presentados con gran pompa y circunstancia, pero que luego desaparecen en el limbo del descuido narrativo. Sirva como ejemplo el grupo de nativos americanos que persiguen al primer vampiro: aparecen con aire de misterio y potencial mítico, para luego esfumarse del relato sin que nadie —ni siquiera el editor— parezca notarlo.

Sin embargo, no todo es lamento y rechinar de dientes. Visualmente, Pecadores es una joya. Rodada en IMAX, con una fotografía que suda belleza, cada plano es un cuadro que uno quisiera colgar en su sala, aunque no entienda del todo qué está mirando. La secuencia del trance musical —un plano secuencia que funde música, historia y delirio estético con sorprendente elegancia— es una de las piezas más logradas de todo el filme. Eso sí, su inserción en el conjunto general resulta algo fuera de tono, como meter a Rick James en una misa evangélica. Genial, sí; pero coherente en matiz estético, quizás no tanto.

Y por supuesto, hay que alabar la actuación de Michael B. Jordan, que se entrega con una intensidad admirable en su doble papel. Su interpretación logra distinguir claramente a los gemelos, no sólo en matices vocales y gestuales, sino en el alma misma de cada uno. Es, en muchos sentidos, el corazón del filme… aunque ese corazón, lamentablemente, no siempre encuentre un cuerpo que lo sostenga con firmeza. Y por otro lado tenemos a Jack O’Connell encarnando al vampiro líder, quién aporta una dosis necesaria de amenaza contenida y carisma retorcido, dotando al personaje de una presencia magnética, casi ritual, que eleva cada escena en la que aparece.

También es destacable el atrevimiento de ubicar esta historia dentro de un contexto histórico de racismo y violencia sistémica. No es común ver películas de horror vampírico que dialoguen abiertamente con la historia negra de Estados Unidos, y en eso Coogler merece aplausos. El problema, claro está, es que el intento de mezclar comentario social, horror sobrenatural, drama familiar, western crepuscular y cine de acción resulta ser una apuesta demasiado ambiciosa para un guion que no logra hilvanar todas esas hebras en un tejido sólido.

En resumen, Pecadores no es una película aburrida, pese a su prólogo y premisa desnortada. Es más bien una película frustrante, que se siente como tres en una: hermosa pero desordenada, ambiciosa pero descentrada, valiente pero ingenua. Tiene destellos de grandeza, momentos memorables y una estética que seduce, pero al final uno se queda con la sensación de haber asistido a una comida con muchos ingredientes y demasiado condimentada.

Es el primer plato de autor-autor de Coogler, sí, pero aún está a medio cocer. Esperemos que para la próxima cena, el menú tenga menos confusión y más contundencia.

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