Friedrich Wilhelm Murnau

F. W. Murnau (1888–1931) no fue un simple artesano de imágenes, sino un visionario que supo arrancar al cine su espíritu  dormido. Mientras sus contemporáneos del expresionismo alzaban escenarios de artificio y sombra, Murnau convirtió el encuadre en pensamiento visual y el movimiento de la cámara en una forma de respiración narrativa. Su arte no imitaba: transfiguraba.

En Nosferatu, la muerte adquiere forma y se desplaza con una lógica de pesadilla; en El último, la humillación no se representa: se encarna en gestos, luces, caídas; en Fausto, el deseo y la condena estallan entre humo y resplandores. Cruzó el Atlántico para ofrecer a Hollywood su obra más pura: Sunrise, donde el amor y la culpa se funden en una sinfonía de imágenes silentes, despojadas de ornamento, intensas como lo indecible.

Murnau no narraba: construía formas visibles de lo invisible, moldeaba la luz, trazaba con la sombra la cartografía de la condición humana. No fue técnico ni esteta: fue un poeta de lo visual, un pensador de la imagen. Murió joven, como mueren los que arden. Pero su legado permanece: silencioso, persistente, incandescente.

Porque en sus manos el cine dejó de ser teatro grabado y se convirtió —por un instante eterno— en arte absoluto.

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