J.J. Abrams: El Resucitador de Franquicias Olvidadas

Algunos directores hacen cine. Otros hacen historia. J.J. Abrams, en cambio, parece haber encontrado su vocación más allá del celuloide: es, según ciertos comentaristas con más entusiasmo que pudor, un resucitador de franquicias. Una suerte de nigromante de Hollywood, cuya varita mágica —o, más bien, su chequera, su nostalgia bien calculada y su sentido agudo del ritmo— convierte cadáveres fílmicos en zombis rentables. ¿Milagro? ¿Blasfemia? ¿Un poco de ambos?

Veamos.

Cuando la saga Misión Imposible parecía destinada a la fatiga crónica, entre máscaras de goma y la sonrisa indeleble de Tom Cruise, apareció Abrams en 2006 para dirigir la tercera entrega. Y lo que podría haber sido un entierro elegante terminó siendo una reinvención adrenalínica. MI:3 no sólo puso a la saga en modo turbo, sino que sirvió de prólogo al Cruise renacido como hombre-sin-edad-que-corre-mucho. J.J. no hizo cine arte, pero sí artesanía con pulso. Y a veces eso es lo que se necesita: un buen cirujano más que un poeta.

Años después, cuando La Guerra de las Galaxias languidecía bajo el peso de sus precuelas y un merchandising sin alma, Disney abrió la cripta galáctica y depositó en Abrams la tarea más ingrata del siglo: resucitar el mito sin despertar al monstruo. El Despertar de la Fuerza fue exactamente eso —una mezcla hábil de reciclaje y reverencia, un reboot disfrazado de secuela— que no convenció a todos, pero sí vendió boletos a granel. J.J. no le devolvió el alma a Star Wars, pero le restituyó el aliento. A veces basta con eso para que la maquinaria vuelva a rodar.

Tampoco olvidemos su cirugía estética a Viaje a las Estrellas en 2009. Tomó una saga que cojeaba entre convenciones de fans y presupuestos mediocres, y la convirtió en un espectáculo reluciente, sin miedo al ruido ni a los lens flares. Que los trekkies pusieran el grito en el cielo sólo confirmó que Abrams había tocado fibras sensibles. Y eso, en estos tiempos, es casi un elogio.

Pero no todo es oro ni todo muerto quiere volver. A fuerza de resucitar, uno corre el riesgo de quedarse sin alma propia. Abrams, el hombre que dio vida a Lost (para luego dejarla a la deriva), es también un fabricante de cajas misteriosas que muchas veces nunca se abren. O que, cuando se abren, revelan poco más que el eco de nuestra expectativa. ¿Es eso arte o es prestidigitación? ¿Es amor por las historias o sólo fetichismo narrativo con aroma a VHS?

Lo cierto es que J.J. ha hecho de la nostalgia un negocio. Y, para bien o para mal, sabe que en un Hollywood adicto al pasado, el verdadero poder no es crear mundos nuevos, sino hacer que los viejos parezcan recién salidos del horno. Aunque huelan a cadáver.

¿Resucitador? Tal vez. ¿Milagroso? Difícil decirlo. Pero si los blockbusters son un cementerio brillante, Abrams es el hombre con la pala, el mapa y la sonrisa.

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