Hay películas que se esconden entre los pliegues de la infancia como advertencias disfrazadas de sueños. The Witches, adaptación de la novela homónima del mordaz Roald Dahl, se presenta al espectador como un dulce envenenado: brillante, aromático, irresistible… pero con un corazón oscuro como el fondo de un caldero embrujado.
Dirigida por Nicolas Roeg —quien, en un desliz de admirable osadía, se adentra en los dominios del cine infantil, tras haber recorrido los parajes más psicotrópicos del celuloide británico— la película se abre con la voz sabia y temblorosa de una abuela que narra a su nieto las penurias de la carne inocente frente a unas criaturas detestables, humanas en apariencia, pero tan pérfidas como una manzana ofrecida por manos demasiado amables: las brujas.
Ese prólogo, revestido de atmósfera escandinava y melancolía victoriana, culmina con el inquietante relato de una niña desaparecida, condenada a habitar y envejecer en una pintura por el resto de su vida. Erica, quien creció en silencio tras el óleo, como un grito mudo que nadie oye. Puro veneno poético. Escalofriante. Y muy bien servido en pantalla.
Los efectos prácticos, diseñados por los artesanos del espanto del taller de Jim Henson (sí, el mismo titiritero que nos regaló ranas parlantes y cerdos histriónicos en Los Muppets) Acá nos recuerdan que bajo cada máscara sonriente puede esconderse una mandíbula afilada. Las transformaciones de las brujas en monstruos calvos de pies cuadrados y narices huesudas son una fiesta grotesca, una ópera de látex y láminas de hedor demoníaco.
Y presidiendo el monstruoso aquelarre está ella, Angelica Huston, encarnando a la Gran Bruja con la intensidad de una reina decadente. Como una Morticia Addams que renuncia al humor negro para entregarse de lleno a la misantropía. Su presencia es vibrante, teatral, ominosa. Cada uno de sus movimientos, desde el alzamiento de la ceja hasta el lanzamiento de un conjuro, es una lección sobre cómo robarse una película sin pedir disculpas.
Esta rara alquimia entre comedia negra, cuento de hadas y horror gótico para infantes (que aún no saben atarse los cordones), no era fácil de equilibrar. Sobre todo con la fallida intromisión del personaje de Rowan Atkinson como el gerente del hotel. Su comedia física y simplona —más digno de un sketch dominical que de esta fábula tenebrosa— rompe el hechizo, ensucia el rito, y convierte el sortilegio en chiste barato. Un desacierto, sí, pero si bien su presencia no es breve, tampoco termina por colmar la cinta con sus pelotudeces desafinadas.
La música de Stanley Myers, como una brisa cargada de nostalgia y misterio, acompaña con delicadeza cada giro del relato. No es memorable, pero cumple con devoción su tarea: envolver al espectador en un aura de encantamiento, sin llegar jamás a la contundencia de una melodía inolvidable. Un susurro elegante, más no un rugido salvaje.
En la novela, el niño protagonista acepta su destino roedor con estoicismo filosófico, permaneciendo ratón hasta el final. Pero Hollywood, en su eterno miedo a la tristeza, lo devuelve a la carne y la niñez humana en un acto de redención tan artificial como innecesario. Roald Dahl montó en cólera: detestó tanto este edulcorado final feliz que pidió retirar su nombre de los créditos. No se lo concedieron, pero la afrenta aún incomoda como piedra en el zapato.
Y sí, nos quedamos con la interrogante de como la abuela Helga —esa gran narradora escandinava de voz grave y alma de sobreviviente— perdió ese dedo que nunca se explica del todo. El cine, como la magia, a veces insinúa más de lo que entrega, aunque debo admitir que me hubiese gustado que me ofrecieran un poco más de chicha.
The Witches es, en definitiva, un filme hechizado: encantador y cruel, lleno de pasajes memorables y errores de tono. Un conjuro a medio terminar, donde la belleza se mezcla con lo grotesco, y el cuento de hadas se emponzoña con cinismo. Ideal para los niños valientes… y para los adultos que aún tiemblan al mirar una pintura demasiado quieta.
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